Diez días que cambiaron al país
Luis Enrique Moguel *
La llamada Decena Trágica marcó el fin del gobierno democrático de Madero y el inicio del huertismo, un régimen que nació de la traición y la violación a todas las leyes vigentes en México
La noche del sábado 8 de febrero de 1913, un par de reporteros, de El Imparcial y El Diario, recibieron instrucciones para presentarse en Tacubaya, donde, se aseguraba, una sección del Ejército se rebelaría. No era de extrañar. Todos en México anunciaban que ocurriría, aunque nadie imaginaba los detalles. La caída del gobierno encabezado por Francisco I. Madero, que llevaba ya 15 desgastantes meses en funciones, se anunciaba por doquier.
Quizá sin tomárselo muy en serio, el periodista Guillermo Mellado se acercó al lugar. Al ver que nada ocurría, tomó el rumor como uno más de los que habían circulado desde el primer día de la administración maderista y se fue a dormir. No obstante, a la mañana siguiente lo despertaron con la noticia: en la madrugada, el general Manuel Mondragón se había levantado en armas, encabezando un regimiento del ejército en Tacubaya; los alumnos de la Escuela de Aspirantes de Tlalpan le siguieron en su afán por derrocar al gobierno constituido y se encontraban atacando Palacio Nacional.
Madero había tenido que hacer frente a varias rebeliones durante los últimos meses, pero ninguna se había escenificado en la capital ni había involucrado al Ejército federal, como parecía ocurrir en esta ocasión. Ese día sería el primero de una serie de diez que concluyeron con el derrumbamiento de su gobierno: la Decena Trágica.
Actuando con rapidez, los levantados habían llegado hasta la prisión de Santiago Tlatelolco para liberar a Bernardo Reyes, el otrora hombre fuerte de Porfirio Díaz y ex gobernador de Nuevo León. Meses antes, Reyes se había rebelado, sin éxito, contra el gobierno maderista, por lo que se hallaba preso. Al despuntar la mañana, los golpistas habían tenido tiempo para dirigirse a la penitenciaría para liberar a otro de sus caudillos, Félix Díaz, cuyo mayor timbre era ser “el sobrino de su tío”, es decir, de don Porfirio. Reunida esta dirigencia, los alzados avanzaron hacia Palacio Nacional, donde fuerzas leales al gobierno, comandadas por el general Lauro Villar, habían recuperado el edificio. El enfrentamiento se hizo inevitable. Tras algunas horas de pánico y confusión, los leales al gobierno consiguieron que los atacantes se retiraran a la Ciudadela, principal almacén y fábrica de armas de la ciudad. En la refriega, resultó muerto Bernardo Reyes y herido el defensor de la plaza.
Mientras esto ocurría, en el Castillo de Chapultepec el presidente de la República fue informado de la situación. Madero decidió enfilarse inmediatamente hacia Palacio Nacional. Montado en un magnífico caballo, fue acompañado por alumnos del Colegio Militar, en un episodio que ha quedado en la historia conocido como la “Marcha de la lealtad”. Durante el trayecto se fueron uniendo a la columna los miembros del gabinete, otros colaboradores del presidente y gente “de a pie”, quienes le manifestaban de este modo su apoyo. Todavía en la marcha y sabedor de que el general Villar había sido herido, Madero tomó la determinación de dejar en manos del general Victoriano Huerta la protección de la ciudad.
Reducidos los rebeldes en un aparente cerco en la Ciudadela y de nuevo el gobierno en posesión de su sede, se intentó recuperar la calma y establecer un plan de acción para hacer frente a la revuelta. Los golpistas aprovecharon el impasse para intentar avanzar posiciones. Inició un intenso y constante tiroteo que se mantendría, con altibajos, hasta el día 18.
El 11 de febrero, la Ciudad de México fue declarada en estado de sitio, al tiempo que Huerta tomaba la dirección de las tropas federales para reducir a los golpistas. A las 10:15 ordenó el ataque a la Ciudadela, la que había ofrecido recuperar en 24 horas; sin embargo, los embates se prolongarían mucho más allá de ese lapso. Los dos días siguientes ocurrieron los enfrentamientos más cruentos: los federales parecían avanzar, pero los sublevados abrían otros frentes; bombardearon la cárcel de Belén y se hicieron de más adeptos entre los reclusos liberados.
Los “daños colaterales” hicieron aún más trágica la situación durante esos días. Los cadáveres se acumulaban en las esquinas junto con la basura; algunos cuerpos comenzaron a descomponerse, mientras que otros eran incinerados en los llanos de Balbuena. Las comunicaciones telegráficas y telefónicas fueron suspendidas; ante la falta de noticias verídicas, apareció todo tipo de rumores a cual más alarmantes: que si el presidente había sido asesinado, que si se encontraba preso, que Huerta pronto traicionaría al gobierno, que se habían visto tropas zapatistas rondando los límites del Distrito Federal… Aquellos que tenían a donde ir salieron rumbo a Coyoacán, San Ángel y Xochimilco.
Habían pasado las 24 horas en las que debía ser recuperada la Ciudadela. Las presiones sobre Madero no se dejaron esperar. Acusado de no poder contener la sublevación, algunos senadores pidieron su renuncia. Por su parte, el embajador estadunidense en México, Henry Lane Wilson, alimentaba este sentimiento con comentarios que algunos de sus colegas calificaban de “indiscretos”. Hizo llegar a Washington informes alarmantes, mientras que ante el gobierno mexicano blandía la amenaza de la intervención armada.
La dificultad para reducir a los rebeldes aumentaba las sospechas sobre Huerta. En efecto, quien debía velar por el respeto al gobierno constituido entró en negociaciones con los alzados. El 18 de febrero, la magnitud del ataque sobre la Ciudadela parecía indicar que se estaba llevando a cabo la jornada definitiva. Y así ocurrió, pero en terrenos distintos a los estrictamente militares. Poco después del mediodía, un grupo de soldados, encabezados por Aureliano Blanquet, tomó prisioneros al presidente Madero y a algunos de sus colaboradores que se encontraban en Palacio Nacional.
Esa noche se reunieron en la embajada de Estados Unidos Félix Díaz y Victoriano Huerta. Ante la presencia de Wilson, celebraron un pacto mediante el cual, entre otras cosas, se desconocía al gobierno de Madero y se comprometían a elevar a la Presidencia a Huerta, quien ocuparía ese cargo temporalmente con el objetivo de convocar a elecciones que llevaran a Díaz al poder.
Al día siguiente, bajo la presión de estar recluidos y amenazadas sus vidas y las de sus familiares y colaboradores, Madero y José María Pino Suárez renunciaron a sus cargos de presidente y vicepresidente, respectivamente. La renuncia fue llevada al Congreso, leída y aceptada por la mayoría de los legisladores. Acto seguido y tal como lo establecía la ley vigente, el secretario de Relaciones Exteriores, Pedro Lascuráin, fue designado presidente provisional. Eran las 5:15 de la tarde. Durante los 45 minutos siguientes, nombró a Huerta secretario de Gobernación y renunció. Por mandato legal, ante la ausencia del presidente, del vicepresidente y del ministro de Relaciones, le correspondía al de Gobernación asumir el mando. A través de una manipulación descarada de la ley, a las 6:00 de la tarde el general golpista se convertía en el tercer presidente que México tuvo el 19 de febrero de 1913.
* Investigador en el INEHRM
La llamada Decena Trágica marcó el fin del gobierno democrático de Madero y el inicio del huertismo, un régimen que nació de la traición y la violación a todas las leyes vigentes en México
La noche del sábado 8 de febrero de 1913, un par de reporteros, de El Imparcial y El Diario, recibieron instrucciones para presentarse en Tacubaya, donde, se aseguraba, una sección del Ejército se rebelaría. No era de extrañar. Todos en México anunciaban que ocurriría, aunque nadie imaginaba los detalles. La caída del gobierno encabezado por Francisco I. Madero, que llevaba ya 15 desgastantes meses en funciones, se anunciaba por doquier.
Quizá sin tomárselo muy en serio, el periodista Guillermo Mellado se acercó al lugar. Al ver que nada ocurría, tomó el rumor como uno más de los que habían circulado desde el primer día de la administración maderista y se fue a dormir. No obstante, a la mañana siguiente lo despertaron con la noticia: en la madrugada, el general Manuel Mondragón se había levantado en armas, encabezando un regimiento del ejército en Tacubaya; los alumnos de la Escuela de Aspirantes de Tlalpan le siguieron en su afán por derrocar al gobierno constituido y se encontraban atacando Palacio Nacional.
Madero había tenido que hacer frente a varias rebeliones durante los últimos meses, pero ninguna se había escenificado en la capital ni había involucrado al Ejército federal, como parecía ocurrir en esta ocasión. Ese día sería el primero de una serie de diez que concluyeron con el derrumbamiento de su gobierno: la Decena Trágica.
Actuando con rapidez, los levantados habían llegado hasta la prisión de Santiago Tlatelolco para liberar a Bernardo Reyes, el otrora hombre fuerte de Porfirio Díaz y ex gobernador de Nuevo León. Meses antes, Reyes se había rebelado, sin éxito, contra el gobierno maderista, por lo que se hallaba preso. Al despuntar la mañana, los golpistas habían tenido tiempo para dirigirse a la penitenciaría para liberar a otro de sus caudillos, Félix Díaz, cuyo mayor timbre era ser “el sobrino de su tío”, es decir, de don Porfirio. Reunida esta dirigencia, los alzados avanzaron hacia Palacio Nacional, donde fuerzas leales al gobierno, comandadas por el general Lauro Villar, habían recuperado el edificio. El enfrentamiento se hizo inevitable. Tras algunas horas de pánico y confusión, los leales al gobierno consiguieron que los atacantes se retiraran a la Ciudadela, principal almacén y fábrica de armas de la ciudad. En la refriega, resultó muerto Bernardo Reyes y herido el defensor de la plaza.
Mientras esto ocurría, en el Castillo de Chapultepec el presidente de la República fue informado de la situación. Madero decidió enfilarse inmediatamente hacia Palacio Nacional. Montado en un magnífico caballo, fue acompañado por alumnos del Colegio Militar, en un episodio que ha quedado en la historia conocido como la “Marcha de la lealtad”. Durante el trayecto se fueron uniendo a la columna los miembros del gabinete, otros colaboradores del presidente y gente “de a pie”, quienes le manifestaban de este modo su apoyo. Todavía en la marcha y sabedor de que el general Villar había sido herido, Madero tomó la determinación de dejar en manos del general Victoriano Huerta la protección de la ciudad.
Reducidos los rebeldes en un aparente cerco en la Ciudadela y de nuevo el gobierno en posesión de su sede, se intentó recuperar la calma y establecer un plan de acción para hacer frente a la revuelta. Los golpistas aprovecharon el impasse para intentar avanzar posiciones. Inició un intenso y constante tiroteo que se mantendría, con altibajos, hasta el día 18.
No hay comentarios:
Publicar un comentario